ÉRASE UNA VEZ QUE SE ERA...
que la palabra dejó de ser tinta
para ser revoloteo
en la yema de los dedos...

Y las letras fueron hiedras;
frondosas lianas tocando el cielo.
Fueron primavera floreciendo;

... y apareciste tú...
tú,
que ahora nos lees...

Y se enredaron nuestros verbos,
nuestros puntos y comas,
se engarzaron nuestras manos
cincelando sentires y cantos.

Entre líneas surcamos
corazón al mando; timón
de este barco...

©Ginebra Blonde

jueves, 29 de febrero de 2024

Cardo

 

(Autora: ©Dafne Sinedie)

(Katie Watersell)


   Cuando Cardo nació, recibió aquel nombre porque su cabeza estaba cubierta de un hirsuto cabello moreno.
      Aunque pasasen los años y su madre se lo cortase al rape, siempre crecía de la misma manera, lo cual era motivo de burla para los niños y las niñas del pueblo.
     —¡Cardo es una bruja como su madre! —le gritaban mientras le tiraban piedras, obligándola a refugiarse en la tienda.
     Su madre, Romero, era la herborista del pueblo, por lo que su casa-tienda siempre estaba abarrotada de plantas, frascos y libros. Algunos pueblerinos recelaban de ella, creyendo que de verdad se trataba de una bruja. Sin embargo, cuando necesitaban sus remedios al final siempre acudían a ella.
    Cardo odiaba a la gente del pueblo. Conforme crecía, se envolvió en una coraza de espinas y se centró en sus estudios. Ahora, Cardo había cumplido el cuarto de siglo y su belleza era tan punzante como sus palabras.
     Su figura era esbelta como la de una bailarina y su piel pálida como la Luna. Sus labios, carnosos y rosados, contrastaban con sus dientes blancos como perlas. Sus ojos grises revelaban una tonalidad violeta, como si sus irises tuvieran amatistas engarzadas alrededor de sus pupilas. Sus cejas se arqueabas como plumas y su corto cabello moreno coronaba su cabeza tan hirsuto como el día de su nacimiento.
     —Cardo, querida, ¿te importa ir al bosque a por algunos ingredientes?
La verdad es que lo único que le apetecía era seguir en la cama leyendo, pero sólo por su madre se tragaba las espinas y suavizaba la voz:
     —Ahora mismo voy, mamá.
     En cuanto Romero le preparó la lista, se abrigó con una capa y se marchó con una cesta bajo el brazo.
     Era febrero, así que el viento helador cortó sus mejillas conforme se alejaba de las casas y se introducía en el bosque. Debía admitir que este le daba un poco de miedo. Para encontrar los ingredientes debía apartarse de los caminos y explorar los lugares más frondosos e inhóspitos, hasta que a su alrededor sólo se escuchaban los sonidos típicos del bosque: las ramas de los árboles agitándose, el graznido de los pájaros, el cliqueo de los insectos, el murmullo de pequeños mamíferos... Oh, pero lo que más le preocupaba era el aullido de los lobos.
     —Tranquila, Cardo —intentó calmarse a sí misma—. Un ingrediente más y podrás volver a casa a retomar la lectura.
    ¿Eran imaginaciones suyas o los aullidos se escuchaban cada vez más cerca?
   Justo cuando estaba agachada desenterrando la planta, los lobos aparecieron. Eran cinco, mucho más grandes que cualquier perro y con pelajes de todas las tonalidades, desde gris azulado, a marrón rojizo y negro. Se limitaron a observarla con sus ojos ambarinos, como si quisieran entender qué estaba haciendo, y uno se aproximó a ella.
     Cardo se quedó tan quieta como una estatua, aguantando la respiración. El lobo olfateó la planta que tenía entre las manos y luego subió la cabeza. De pronto, le propinó un lametón en el cuello. Su lengua era áspera y húmeda. Seguidamente, la dejó descolgada entre sus fauces, como si le estuviera sonriendo con una mueca burlona.
     —¡Alú! ¡Ven aquí, la estás asustando!
   Un hombre con uniforme verde se abrió paso entre los lobos. Alú le obedeció y se aproximó a él, buscando que le rascase detrás de las orejas.
     —Buena chica... Perdona, los lobos aún se están acostumbrando al cambio de mando. Soy el nuevo guardabosques.
     Cardo tardó unos segundos en comprender que se estaba dirigiendo a ella. Su voz grave y potente le había dado la impresión de que sería mayor, pero cuando se fijó en sus rasgos juveniles calculó que debía rondar su misma edad.
     No era muy alto, pero su musculatura se marcaba en los contornos de su ropa. Su pelo era castaño claro, largo de modo que podía recogérselo en una coleta. Su piel estaba bronceada por el sol y la parte inferior de su mandíbula estaba cubierta de una espesa barba, bien cuidada. Sus ojos eran tan verdes como el bosque que lo rodeaba y de su oreja derecha pendía un aro dorado.
     Una sensación totalmente nueva recorrió el cuerpo de Cardo, como si sus huesos se fundieran y un extraño calor se acumulase en su vientre.
     —¿Estás bien?
    Alú se había unido de nuevo a sus congéneres y el grupo se perdió en el bosque con un enérgico trote. El guardabosques se acercó a ella y le tendió una mano. Cardo la aceptó sin pensar; era grande y firme, endurecida por el trabajo.
     De pie quedaban a la misma altura, y estaban tan cerca que apenas cabría un alfiler. Cardo se ruborizó y al instante se arrepintió de ello. ¿Qué puñetas le pasaba?
     —Soy Lobo —se presentó él, ajeno a su azoramiento.
     —Cardo.
     Lobo se mostró confuso, mirándola a ella y a la planta que tenía aferrada en la mano derecha alternativamente.
     —Sí, me llamo Cardo y estaba recogiendo cardos salvajes —bufó mientras ponía los ojos en blanco—. ¿Algún problema?
     —¡No, no, ningún problema! —Por fin la soltó, dio un paso atrás y alzó los brazos en señal de apaciguamiento—. Es un nombre bonito. Pero... ¿para qué necesitas los cardos? De donde vengo se consideran una mala hierba.
     —Mi madre es la herborista del pueblo. El cardo es una planta medicinal rica en minerales que ayudan a los músculos y al sistema nervioso, previene la osteoporosis, combate la hiperglucemia y mejora la digestión. —Lobo asintió para hacerle entender que estaba prestando atención a su explicación—. Además, el cardo con salsa de almendras está riquísimo.
     —¿Es un plato típico de esta región? ¡Me encantaría probarlo!
     —Estoy segura de que a mi madre no le importará preparar un plato de...
     Cardo se mordió la lengua demasiado tarde. Sin embargo, Lobo también se dio cuenta de que quizás se estaban precipitando, y añadió rápidamente:
    —No pretendía invitarme, perdóname. Llegué hace medio mes aquí. La cabaña en el bosque es muy solitaria, y las pocas veces que he paseado por el pueblo la gente se ha mostrado demasiado... hermética.
     Cardo asintió con la cabeza y, tras pensarlo unos segundos, propuso:
     —Si me ayudas a recoger más cardos, te invito a comer.
   De hecho, probablemente Romero se alegraría de que su hija por fin se llevase bien con una persona que no fuera ella.
     Lobo le dedicó una sonrisa lobuna y de nuevo le tendió la mano.
     —Trato hecho, Cardo.
 


©Dafne Sinedie

(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés: “Metáforas”)


2 comentarios:

  1. Me vuelvo a recrear leyéndola de nuevo, una historia donde la magia de los personajes nos envuelve en la infancia, pero con notas de adolescencia.
    Me gusta mucho Dafne, un besico, preciosa.

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  2. Tremendo relato,lleno de magia y fantasía.
    Me ha encantado.

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Gracias por tu visita y tu compañía... ©Gin

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