Cada noche me duermo
pensando ¿vendrá alguien a visitarme mañana? A veces se deja caer algún
familiar y de escondidas me provee de cosas necesarias como ropa o artículos de
aseo. En otras, fieles amistades que saben lo que me gusta: libros, música o
algunos dulces. En mi cumpleaños y Navidad me sorprenden con perfumes y cremas
buenas, pero si no ando con ojo y no escondo mi botín en lugar seguro, me
desaparece en un abrir y cerrar de ojos.
En mi cuarto hay un
pequeño armario donde no cabe gran cosa. No me resulta nada útil ya que no
tiene llave y tanto mis vecinas como las trabajadoras del centro, pueden
abrirlo y llevarse lo que les venga en gana.
No tengo nada mío, ni
derecho a decidir sobre mi vida. No puedo escoger qué comer ni a qué hora,
tampoco cuándo irme a dormir, ya que al apagarse las luces cada noche, no hay
posibilidad de leer ni hacer nada que me apetezca. Mi mundo ahora es muy
pequeño y previsible.
Mi habitación es un
rincón compartido en el que solo me estiro para dormir y sin posibilidad de
encontrar refugio cuando necesito intimidad. Nada más levantarnos bajamos al
comedor a desayunar. Durante la mañana hacemos un poco de ejercicio y luego
llenamos el tiempo con algún pasatiempo para ejercitar nuestras adormecidas mentes.
A algunas les da por actividades más artísticas como pintar, dibujar, tejer o
coser, no todas tenemos ese talento ni ánimos para hacerlo.
La comida es puro
rancho, escaso, descolorido y sin sal. No distingues si es martes o domingo,
todos los días es similar. Y las tardes resultan eternas, no parecen tener
final. Si nadie te sorprende con su visita, toca ver viejas películas y series
aburridas, o distraernos con el bingo, partidas de cartas o juegos de mesa. Ni
una siesta por la tarde está permitida para descansar nuestras castigadas
mentes, aunque alguna cabecea en su silla rindiéndose a los efectos de la
poderosa medicación, hasta que llega la esperada pero aburrida hora de cenar.
Y ya ha pasado otro
día más de nuestras vidas a medio gas, privadas de esa prometida y ansiada
libertad. Recordando cuando paseábamos tranquilas y libres por las calles,
saboreando una exquisita merienda en la terraza de alguna cafetería y mirando
escaparates para comprar algún capricho, al salir de trabajar.
Puntualmente a las
nueve de la noche, ya estoy con mi pijama estirada en la cama, con las luces
apagadas pensando, ¿qué hice a los míos para que me confinaran en esta prisión?
Entonces mi mente
clara y despejada, percibe todo ante mí con total nitidez. Cuando no puedo
dormir, me levanto y miro a través de mi ventana enrejada, que evita cualquier
impulso suicida si la medicación no surge el efecto esperado. La calle figura
como un mar en calma. Aun estando tan cerca se convierte en un deseo lejano,
imposible e inalcanzable para mí. Me pregunto si pasaré el resto de mis días
encerrada en esta jaula, por mi propio bien, como aseguran los demás. Entonces,
salgo del angustioso desespero que me crea esa temida visión, al oír al pájaro
nocturno que, aunque invisible, cada noche se posa próximo a mi ventana. Con su
aguda pero armoniosa melodía me rescata de este pozo emocional y me llena de
paz. Me recuerda que, aun estando enjaulada, todavía hay esperanzas para mí ya
que en la vida hay pequeños regalos por los que merece la pena esperar para
poder disfrutarlos. ¿Será todo esto mi realidad, una ensoñación o los extraños
efectos de una perversa medicación?
(Relato perteneciente
a la propuesta de Variétés: “Metáforas”)