(Autora: ©Marifelita)
La conocí una primavera de hace ya no sé cuántos años. Mis
padres se quedaron sin trabajo en la ciudad, y regresamos a la casa de mis
abuelos para quedarnos a vivir en el pueblo. Ella vivía en la finca contigua a
la nuestra. En alguna ocasión, cuando mi abuela me mandaba salir al prado a
pasear a su pequeño rebaño de ovejas, la espiaba en la distancia. Ella,
estirada semidesnuda en medio del prado y rodeada de infinidad de coloridas y
variadas flores, cantaba y silbaba melodías desconocidas para mí. Durante la
semana y hasta nuestro siguiente encuentro era incapaz de quitármelas de la
cabeza. Durante nuestra infancia nunca me atreví a intercambiar ni una palabra
con ella.
Los años fueron pasando y al ir creciendo, fueron mis
hermanos más pequeños los que se encargaron de sacar a los rebaños. Para mi
disgusto, ya que yo fui el elegido para acompañar a mi padre en su taller de
carpintería y aprender el oficio familiar. Fue entonces cuando le perdí la
pista durante meses.
Una mañana me acerqué al mercado dominical y fue cuando la
redescubrí, más hermosa que nunca, en una pequeña parada de flores.
Impulsivamente y sin pensarlo ni un segundo, me acerqué con la excusa de
comprar un ramo para mi madre. Y antes de despedirme, hoy aun no sé cómo, me
atreví a pedirle que saliéramos juntos alguna tarde a merendar o al cine, y
para mi sorpresa, con su sonrisa dulce y sus mejillas sonrosadas y pecosas
aceptó mi invitación.
Desde aquel día fuimos inseparables. Su aspecto frágil y
delicado fue lo primero que me atrajo de ella. Con los meses descubrí que
también su salud y carácter lo eran, siendo sus mayores debilidades.
Y como si presintiera que en cualquier momento su delicada
salud le pudiera dar una sorpresa, aprovechaba cada minuto como si fuera el
último, y así aprendí de ella a vivir la vida intensamente, sin dejar nada para
mañana. Era toda una soñadora y una romántica, entre risas y carcajadas me
explicaba cómo sería nuestro futuro, como el que habla con la certeza de que
aquello no puede ocurrir de otra forma. Imaginábamos como sería nuestra vida
juntos: en que casa viviríamos al casarnos; cuantos hijos tendríamos; como se
llamarían y que carácter tendría cada uno; a que se dedicarían cuando fueran
mayores; a que países viajaríamos e infinidad de cosas más que mi memoria no
logra recordar ahora.
Pero no me dio tiempo de descubrir si todas aquellas
predicciones se harían realidad. Una mañana de domingo salió de nuestra recién
estrenada casa, a recoger un ramo de flores a un prado cercano. Al principio no
me preocupé, porque ella siempre se entretenía mucho al salir a pasear al
campo, se encantaba con sus flores, los pajarillos, las mariposas, cualquier
criatura viviente la fascinaba. Pero al pasar las horas y no regresar fui en su
busca. La encontré estirada entre las flores, como la primera vez que la vi,
parecía dormir relajadamente, perdida en alguno de sus sueños, pero mi dulce
Dalia nunca despertó.
Vendí la casa y me marché a la ciudad, ya que no podía
soportar vivir frente a aquellos campos rebosantes de flores que tanto me
recordaban a ella, al día que la conocí y también al que se marchó. Pero cada
año tal día como hoy, sin falta acudo a aquel prado donde la vi por primera vez
siendo niños, y donde sin saberlo quedé encadenado a ella para siempre. Allí,
sobre la pequeña roca donde me sentaba a descansar mientras vigilaba el rebaño,
y pensaba secretamente en ella, dejo un ramo de dalias en recuerdo de aquellos
años que vivimos juntos y que fueron para mí, y espero que para ella también,
los más felices de mi vida.
(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés: "Floreciendo")
Qué relato precioso y triste...una historia de amor maravillosa entre las flores que también trajeron la tristeza...
ResponderEliminarPrecioso.
Un saludo.
Nos has dejado bien repensando que la vida puede pasar en un pis pas, que hay que disfrutar de las personas cada momento nunca se sabe lo que nos depara el destino. Un precioso relato de amor sincero . Un beso y gracias por tan bonito mensaje.
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