ÉRASE UNA VEZ QUE SE ERA...
que la palabra dejó de ser tinta
para ser revoloteo
en la yema de los dedos...

Y las letras fueron hiedras;
frondosas lianas tocando el cielo.
Fueron primavera floreciendo;

... y apareciste tú...
tú,
que ahora nos lees...

Y se enredaron nuestros verbos,
nuestros puntos y comas,
se engarzaron nuestras manos
cincelando sentires y cantos.

Entre líneas surcamos
corazón al mando; timón
de este barco...

©Ginebra Blonde

miércoles, 31 de marzo de 2021

Los Muertos


(Autor: ©Gabiliante)

Mosaico:

Secuencia: "Los muertos"
John Huston


      Greta se queda petrificada mientras baja por la escalera, al escuchar una antigua canción, bellamente cantada en otra estancia, por un tenor invitado a la cena que acaba de concluir.
 
        Gabriel, su esposo, la espera al pie de la escalera, pero ella no continúa bajando; más bien, palidece consumida por un dolor creciente, cubierto su pelo, con un pañuelo blanco, enmarcada su cara, en la vidriera catedralicia de una puerta que hay tras ella. Todo se ha parado hasta que termina la canción: La chica de Aughrim. Luego, todo se reanuda, pero Greta ya no está. Coge del brazo a su marido y se dirigen al hotel en un carruaje, mientras la nieve cae sobre la noche y sobre todo lo que abarca la vista. Él intenta entablar una conversación pero Greta sigue ida.
 
       En el hotel, finalmente Greta deja ir la congoja que le atenaza el corazón y la garganta. Cuenta una historia de su adolescencia. Conoció a un tal Michael Furey, un niño de delicada salud, que siempre cantaba la canción que hacía un rato, había despertado sus recuerdos. Vivían ambos en un pueblo llamado Conway…
 
            ―¿Estabas enamorada de él?
 
        ―…paseábamos por el pueblo y por los bosques. El pobre Michel estaba ya enfermo. Me tenía mucho cariño y yo disfrutaba mucho de su compañía…
 
           ―¿Estabas enamorada de él? ―seguía preguntándome.
 
          ―…Si hubiera estado más sano, seguro que habría estudiado canto. Empeoró de salud, y ya no podíamos ir a pasear. Más tarde ya no me dejaban ni ir a verlo…
 
          ―¿Por eso querías ir el año pasado a Conway de vacaciones? ¿Por ver si te lo encontrabas? ―me preguntaba, haciendo un alarde innecesario y ridículo de celos, por un episodio ocurrido hace ya más de veinte años. A ver qué dice cuando le cuente que está muerto…
 
          ―…Eso fue ya en invierno. Yo tenía que volver a Dublín y quería despedirme hasta el año que viene, pero no me dejaban. Y decidí enviarle una carta explicándoselo y deseando que mejorara. La noche anterior a mi partida, mientras en mi habitación preparaba las maletas, en medio de la torrencial lluvia, pude escuchar una pedrada en el vidrio de la ventana; tirada suavemente, como era él. Me asomé y allí estaba el pobre de Michael Furey, calado hasta los huesos, sentado en una piedra del jardín. No pude apartarme de la ventana ni dejar de clavarle la mirada con todo el cariño de que era capaz durante al menos un minuto. Cuando reaccioné, bajé para decirle que se fuera a casa, que ya nos veríamos el próximo… pero ya no nos veríamos más; al cabo de cinco días murió, y murió por mí , por mi culpa… ―Y rompió a llorar como nunca le había visto hacer. Repetía lo de la culpa una y otra vez. Se levantó de la silla y se lanzó sobre la cama, boca abajo, mientras seguía llorando desconsolada. Me senté a su lado para intentar calmarla. Creo que nunca había visto llorar Greta. Greta no lloraba nunca. Creo que no hubiera llorado aunque le hubieran cortado la mano con un serrucho. En cambio, ahora… por una canción se desata este torrente de emociones. Lloraba y se hundía en la cama hasta casi desparecer, dentro del colchón, mientras su cabeza y su vestido seguían visibles. No conozco a Greta. Llevo quince años conviviendo con ella, todos los días, y no la conozco. ¿De dónde ha salido esto? ¿De qué profundo y recóndito lugar de su corazón?  No lloraba así por pena, ni mucho menos por remordimiento. No se llora así por eso. Lloraba por amor. Amor por alguien con quien paseaba en la adolescencia.  Si mañana me muriera yo, no creo que llorara por mí así. No creo que sienta por mí así. Ni creo que yo sienta así por ella. No creo que haya sentido así nunca por nadie; ni creo que lo vaya a hacer en el futuro.
 
         Ya no llora. Se ha dormido mientras yo la miraba. Ahora me viene a la cabeza el ridículo discursito que he soltado durante la cena, como hago cada año. Aunque cuando mencioné a los muertos, no me refería a el pobre de Michael Furey. Cuando la tía Julia cantaba en la celebración previa a la cena, y se le inundaban los ojos de lágrimas, pero sin llegar a derramarlas, pensaba sin duda en su difunto marido: “el general”, como todos le llamaban. Decían que fue un héroe; guardaba de él todas sus condecoraciones, adornando todas sus fotografías gloriosas; estaba tan orgullosa de él… No sé si en algún otro momento del año lo rememoraba con tanta intensidad como este día, que celebramos juntos todos los años.
 
       También recuerdo a mi otra tía, Kate, cuando hablaba del tenor “Parkinson”, un tenor de no demasiado renombre, pero al que ella recordaba, mirando al techo con los ojos húmedos, entrelazando las manos apoyadas en la mesa mientras se hacia el silencio durante unos segundos. Una emoción impropia de la admiración artística. Otra historia no contada nunca. A estos muertos me refería.  Pero sin duda había más gente a la mesa de la que yo creía. Cada uno lleva consigo sus propios muertos.
 
         No para de nevar. Nieva sobre todo. Sobre la gente que se apresura a volver a casa, y sobre los que ya están en ella. Todo es blanco en esta noche negra, manchada de algunos amarillos de gente como yo, que mira por la ventana como cae la nieve. Veo desde aquí el cementerio. También nieva allí. Allí están “el general” y “Parkinson” y mis padres y los de Greta. Hoy nevara también, muy especialmente sobre la tumba de “el pobre de Michael Furey”, esté donde esté. ¿Cuánta gente habrá debajo de ese manto de nieve? Cuántos muertos, sean de quien sean. Cuantos recordados… la mayoría olvidados, porque ya están también muertos los que los recordaban. Cuantas historias, contadas y no contadas, que no se contaran jamás, desde que hay historia y antes aun. Y cada uno creyó ser el más importante para otros y para sí mismo. Y ahora apenas queda nada. Y nosotros somos iguales. Qué poco importamos. Qué poco variará la historia del cementerio, cuando allí nos lleven. Qué insignificantes somos ahora que estamos vivos, y qué poco importaremos cuando estemos muertos. La nieve seguirá cayendo sobre todos.  
 

(Relato perteneciente a la propuesta: "Secuencias")


4 comentarios:

  1. Un texto perfecto, que recrea la película que no he visto, pero que a través tuyo he podido sentir toda su esencia.

    Felicitaciones
    Y un abrazo :)

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  2. Hoy te saliste amigo, tu texto es genial, transmite a la perfección la película y el sentimiento del amor de adolescente ese que te llega tan adentro que es difícil de olvidar. Como las emociones el sentir que aún conviviendo con alguien a veces no se llega a conocer. Un fuerte abrazo .

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  3. Como te prometí hace un minuto, vengo a dejarte un beso y seguir disfrutando de tus secretos :-) :-)

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  4. Aunque esto sea una historia ficticia con alguna nota de humor bien integrada, misterio y amor.
    Creo que los muertos no se van definitivamente su energía queda, nunca se d destruye.
    Buen relato.

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Gracias por tu visita y tu compañía... ©Gin

Gracias por tu visita y tu compañía... ©Gin