(Autor: ©Gabiliante)
Imagen: Christian Schloe
Marina se había ahogado. Es lo que pasa si una sobreestima su
capacidad de apnea. Cuando despertó estaba tendida en el fondo del mar,
agarrando sin fuerza unos corales. Le dio la impresión de que si los soltaba
ascendería sin esfuerzo. No respiraba pero tampoco le faltaba el aire. Se
sentía como borracha; en ese punto álgido antes de que te entren las náuseas.
No había luz debido a la profundidad a la que se encontraba. Dadas las
circunstancias, no estaba tan preocupada como pudiera sospecharse, aunque
tampoco sabía el porqué. Decidió soltarse para ascender, pero contrariamente a
la lógica que en aquellos momentos dominaba su cerebro, siguió tendida en el
fondo del mar. Lo que sí notó al abrir la mano fue el aleteo de algo vivo en su
palma, y un inmenso dolor en el pecho, comparable a la presión que ejercería un
camión pasando sobre ella. Instintivamente volvió a cerrar el puño, con la
rapidez de un reflejo, pero con el cuidado con que cogería a un canario. La
presión cesó. Ya más tranquila, y viendo que iba a tener que poner de su parte
para salir de allí, se incorporó, saltó y comenzó a bucear con una mano abierta
y otra cerrada, sin más referencia que ir hacia arriba. Cuando las fuerzas le
empezaron a fallar y ya se veía claridad, aquello que llevaba dentro del puño
empezó a tirar de ella hacia arriba. Cuando salió a la superficie, notó un
tremendo golpe en el pecho, y por un segundo, le vino a la mente la imagen de
un quirófano boca abajo. Aquel impacto de volver a respirar dejó en segundo
plano, la noción del estremecimiento que sufrió el ser que llevaba en la mano.
La abrió y vio un caballito de mar que con dificultad, conseguía sobrevivir
fuera del agua. Volvió a cerrar el puño con suavidad lo metió debajo del agua,
y ya con menos urgencia, empezó a buscar su barca, sin éxito. Tras unos
minutos, Marina empezó a ponerse nerviosa, temerosa de que después de haber
hecho lo más difícil, muriera de inanición por no poder llegar a tierra.
Entonces, el pececillo que llevaba en la mano empezó a tirar suavemente de ella
en una dirección. Luego se paró y tras unos segundos de vacilación, cambió
levemente el rumbo, y tiró con más decisión.
Una vez en la
arena de la playa, volvió a abrir la mano y
esperó hasta que el pececillo muriera, cosa que no hizo. Únicamente vio
como el pez se agitaba, pero no dando los estertores previos a la muerte, sino
más bien, como un perrillo agita la cola al ver a su amo. Marina comprendió en
ese momento a quien debía la vida. Le rogó a un bañista que le dejara hacer una
llamada desde su móvil y pidió a su novio Terrence, que viniera a buscarla. De
vuelta a casa pasaron por un tienda de peces tropicales, compró una pecera de
tamaño discreto y encargó el acuario más grande que tuvieran. Preguntó por el
modo de mantener los caballitos de mar:
―¿De qué especie? ―preguntó el
especialista en peces tropicales que los atendió.
―De esta
―contestó Marina abriendo la mano, y haciendo patente su ignorancia y su
incapacidad de dar detalles. El caballito de mar seguía moviéndose.
―Uy, ¿es
salvaje? No le va a durar ni una semana.
―Entonces, el especialista en peces
tropicales e hipocampos tomó conciencia de que lo traía en la mano y que esos
bichos no duran ni un minuto fuera del agua―. ¿Pero cómo es que está vivo? ¿Me
lo deja…
―No ―cortó
Marina―. Prepáreme lo que necesitaría para mantener uno de los suyos en la
pecera pequeña, y póngame en el pedido lo que necesite para el acuario grande.
―Pero ¿qué coño es eso que llevas en la
mano? ―preguntó Terrence, que no era muy de peces, y al que no había contado
durante el viaje nada de lo sucedido― ¿Se te va la castaña? ¿Sabes lo que es
dos metros y medio por un metro? ¿Y cómo coño está vivo eso? ¿Dónde vamos a
poner semejante monstruo? Y ¿se puede saber…
―Que ya está decidido ―contestó Marina con
displicencia, dándole la espalda, harta ya de tanta pregunta. Terrence
desapareció.
―Aquí tiene
―anunció el especialista en peces tropicales e hipocampos―. Perdone mi insistencia
pero no entiendo… ―Marina echó el
caballito al interior de la pecera llena― …pero ¿cómo puede ser… ¿Usted
también… ―empezó a preguntar buscando a Terrence― ¿Y su compañero? ―Marina se giró. Terrence no estaba.
―No sé ―contestó
con cierto asombro, mientras cogía la pecera para tentar el peso.
―Me debe
trescientos treinta y cinco euros.
―Espere un
momento ―dijo Marina dándose la vuelta para ir a ver si veía a Terrence. En ese
momento, el especialista en peces tropicales e hipocampos desapareció. Marina
se acercó a la puerta de la tienda y vio a Terrence sentado en el coche. Volvió
a girarse hacia el mostrador, pero estaba sola―. ¡Oiga…! ¡Oiiga…! ―No había
nadie en toda la tienda. Salió, metió la pecera en el maletero y se subió al
coche.
―¿Qué hacemos
aquí? ―preguntó Terrence como caído del cielo.
―¿Por qué te has
ido?
―¿Que yo me he
ido? ¿De dónde? Lo último que recuerdo es recogerte en la playa.
―Vamos para casa
―Pero es que no sé
dónde estamos…
―Tira recto que luego la calle va girando a
la derecha y volvemos a salir a la Meridiana.
Estuvo toda
la noche mirando en internet y empapándose
de todo lo que conociera el mundo sobre los hipocampos o caballitos de
mar. De vez en cuando esbozaba una sonrisa. Por la mañana, metió la mano en la
pecera y sacó al bicho. Seguía moviéndose la mar de contento. Terrence seguía
durmiendo como una piedra.
Aquel día
era su cumpleaños, Marina entró en una tienda de móviles y pidió el más caro de
todos:
―Deme el
móvil más caro que tenga. ―Después de las pertinentes explicaciones, y de pedir
que se lo envolvieran para regalo, lo cogió con la mano derecha. La izquierda
sujetaba al pez, metida en su correspondiente bolsillo. Entonces se metió el móvil en el otro bolsillo. El
especialista en smartphones, alarmado por la rapidez del movimiento y por la
mirada escrutadora que Marina no apartaba de sus ojos, se apresuró a anunciar
su precio:
―Me debe mil
trescientos treinta y cinco euros. ―Marina sonrió levemente. Había llegado el
momento de demostrar la teoría que había elaborado durante la noche. Se dio la
vuelta y el especialista en smartphones desapareció. Volvió a girarse hacia el
mostrador, confirmó que estaba sola en la tienda y se fue con su regalo de
cumpleaños en un bolsillo y el del día anterior en el otro.
Estaba
entusiasmada con la simbiosis que había establecido con el caballito de mar.
Durante la noche anterior había aprendido en internet, que el hipocampo es la
zona del cerebro humano encargada de consolidar la memoria. También había
aprendido que los hipocampos, cuando se ven amenazados, se dan la vuelta
esperando que el problema desaparezca. Los hipocampos no tienen hipocampo, de
modo que cuando se dan la vuelta, ya no se acuerdan de que detrás hay algo que
se lo va a comer; se ahorran la angustia y el miedo previos a la muerte. Solo
tienen memoria para una cosa: son monógamos; y este, ya había encontrado su
pareja. Normalmente, el truco de darse la vuelta no funciona, y son devorados
por sus depredadores, pero la simbiosis con Marina había perfeccionado la
táctica.
Divino el texto,
ResponderEliminarencantador,
con su punto de hechizo
y su punto de humor,
desbordante de imaginación.
¡Felicidades!
Un abrazo :)
gracias maite.
Eliminarque hariamos sin el humor, aunque sea sutil
besosds
Como siempre nos sorprendes con tus letras, que están llenas de vida, y eso es de agradecer. Un besazo y feliz semana.
ResponderEliminarmuchas gracias Campi.
Eliminarluego me pasaré por el relato vonjunto, a ver como acabó el mes
besosss
"... se ahorran la angustia y el miedo previos a la muerte..."... interesante
ResponderEliminar\m/ Gabiliante \m/... Saludos
debe ser un mal rato, aunque no duela. afortunadamente, sólo se pasa una vez
Eliminarsaludossd
Desbordante de talento,originalidad, humor y sensibilidad!
ResponderEliminarEs la primera vez que te leo,y no será la última!
Tus imágenes son divinas! De un lirismo exquisito.
ya me has leído más veces, Todos los de Gine, menos dos (el más divertido y el más crudo)
Eliminarhttps://lovelybloggers-alwais.blogspot.com/search/label/Gabiliante?m=1&zx=acbcc50968b32268
muchas gracias por tus palabras y me alegro mucho de haberte hecho pasar un buen rato