(Autor: Gabiliante)
Cuando llegue se lo soltaré de sopetón: «Lucas, ¡Lo nuestro
se ha terminado! Sé que te has acostado varias veces con mi “amiga” Ángela.
Ella misma me lo ha confesado y lo nuestro ya se está alargando por inercia.
Además, he conocido a otra persona…». No, mejor eso no lo digo. Y lo de Ángela
tampoco. Se cabreará. De cualquier modo
que se lo diga, se va a cabrear.
Hace más de tres
meses que no me pega, pero hoy no me libro. La última vez fue al llegar a casa;
por decir, en la cena de la que veníamos, que él no ayudaba mucho en casa.
Había bebido un poco y se me soltó la lengua con las chicas. En cuanto lo dije
me di cuenta de que la había cagado. A Ángela le faltó tiempo para comentarlo
en voz alta, intentando avergonzarlo en público. Eso fue cuando aún éramos
amigas. Al llegar a casa, nada más entrar por la puerta y sin mediar palabra,
me pegó dos bofetadas, me tiró al suelo, me dio dos patadas en el estómago y,
cuando me giré en el suelo para protegerme, otras dos en los riñones. Al menos,
me pega donde no deja marca visible.
En general, no me
pega porque sí. Siempre es porque hago o digo algo en público que le hace
quedar mal, o no coincide con su opinión, y siempre cuando llegamos a casa. Por
su cara durante el regreso, ya sé si al llegar, me caerá o no. Nunca me ha dado
una paliza; siempre me da tres o cuatro hostias y luego se va; siempre sin
decir nada, dando por supuesto que yo ya sé el motivo. Hoy ya daría por bueno
que me diera una paliza, si luego se marchara
y no volviera. Pero no lo va a hacer. Hoy va a ser el último día, y hoy me voy
a defender, aunque no salga bien parada. Tengo el spray de pimienta en el
bolsillo del chándal y pondré un cuchillo corto, el de las ostras, ese que no
usamos nunca, debajo del cojín del sofá. O no. Mejor unas tijeras. Si llegara a
ver el cuchillo en el sofá, no podría justificarlo. Unas tijeras en cambio,
podría decir que estaba cosiendo. Y la lima abierta del cortaúñas grande,
debajo de mi lado del colchón, por si llegara hasta ahí la paliza.
Y si no quiere irse,
¿cómo puedo obligarlo? Esta es mi casa, pero, ¿qué hago para obligarlo
físicamente a irse? ¿Tengo que ir a la policía, de todas maneras? ¿Y si me
miran si tengo signos de maltrato, que seguro que tendré? Igual me obligan a
denunciarlo, y entonces sí que se cabrearía. No quiero ni pensar si me cogiera
algún día, después de denunciarlo. Bueno. Tengo que tranquilizarme, serenarme,
respirar hondo. Ya debe estar a punto de llegar. Ya entra. Tranquila.
―¿De qué coño
tenemos que hablar? Ese mensaje, ¿qué
era? ¿Una amenaza? “Tenemos que hablar” ¿Estás pensando en abandonarme? No hace
falta que pienses en cuando se acabara lo nuestro, porque eso lo decidiré yo.
¿Qué? ¿Te comió la lengua el gato?
Me voy a sentar en
el cojín de las tijeras, no vaya a empezar a tirar cosas y las descubra. No
tenía que haberle escrito eso de que “tenemos que hablar”. Ya venía preparado.
No sé cómo decirlo ahora. No sé si hago bien. Igual no es buen momento. Ya no
sé qué decirle a Raúl. Si le sigo dando largas se cansará y… perderé la
oportunidad. Raúl me gusta mucho, pero
no quiero ser una mujer infiel. Tengo que terminar primero con Lucas. Pero…
―No. Es que… Este
año no vamos a poder ir al apartamento de la playa. Mi tía de Galicia, la
hermana de mi madre… Bueno… No creen que vaya a llegar al año que viene. Se
muere. Y mis padres quieren que les llevemos; y solo tenemos esa semana.
―Ah... ¿No has hecho
la cena?
―No. Me encuentro
fatal. No voy a cenar. Me voy a la cama. Pide una pizza. Buenas noches.
Soy una cobarde. Las
sábanas están heladas, yo también, y el hombre que me gustaría que me diera
calor, está lejos. Lo que tengo aquí me repugna. No sé de dónde sacaré el
valor, pero no puedo seguir así toda la vida, o hasta que él se canse. ¡Qué
risa! ¡Tanta preparación, tanto planear lo que iba a decir! Soy ridícula.
Patética. Si las lágrimas sirvieran de algo, ya sería libre.
―Pues yo tampoco tengo
hambre. Prefiero “yacer” con mi mujercita.
Mierda. Tengo que
limpiarme las lágrimas. Que no me vea llorar.
―¿Qué te pasa?¿Estas
llorando? Ah, ya. Cosas de mujeres.
Oh, no. Que no me
coja. Será cabrón. Ve que estoy llorando y le importa una mierda. Lo único que
le interesa es descargarse. Cerdo, hijo de puta.
―¿Sabes lo que he
pensado? En vez de ir al pueblo de tu madre, podríamos ir a Cuenca. Tanto que
disfrutas mirándola de lejos cuando estas cachonda, podríamos ir algún día a
visitarla.
Cerdo, hijo de puta.
Siempre la misma sandez. Si cojo el cortaúñas de debajo del colchón. Pero no
llego. El cabrón pesa mucho, y yo soy tan poca cosa... Tampoco serviría de
nada. Lo único que serviría sería matarlo. Pero, y luego, ¿qué? Es tontería
planteárselo. Soy una cobarde. No me atrevería. Lo único que puedo hacer es
seguir llorando. Ahora ya no importa que me vea.
LA PISTOLA
Había ido ya a muchas manifestaciones, sentadas, protestas etc… sabía perfectamente en que consistían, pero aquel día no entró en la imagen que tenía formada. Algo raro pasó que ni las peores previsiones preveían. No voy a negar que me sobresalté cuando alguien gritó: “Ya vienen”. No esperaba que vinieran a un colegio del extrarradio de un barrio obrero, de los más reivindicativos de Barcelona. Pero vinieron. Las mariposas empezaron a revolotear en mi estómago y no precisamente agitadas por el amor. Después vinieron los gritos: “¡Cuidado, vienen muchos! No os apartéis”
Luego, antes de ver nada, ya que no alzo más de metro cincuenta y cinco, escuché primero las quejas y luego los gritos, reducidos a susurros por los megáfonos: “Apártense, vamos a entrar”, repetía una voz calmada y firme. Yo no había ido allí para apartarme. Cuando los gritos resultaron tan cercanos que convirtieron en susurros la cantinela de los megáfonos, vi cómo la gente delante de mí, caía o salía despedida, en el mejor de los casos. Pisoteada en el peor. Vi cómo se acercaba un tren de mercancías y todo se tornó gris. Blanco y negro. Vi como las armaduras negras se volvían uniformes grises y retrocedía en un segundo, cuarenta años, porras en alto. Me dispuse a ser arrasada. Mi corazón había llegado al límite de pulsaciones. Apreté los ojos, apreté los puños y apreté cada uno de mis cincuenta kilos. Bajé la cabeza a un lado y no me aparté, aunque mi cuerpo no pudiera servir más que de alfombra a la locomotora de más de cien kilos que se me venía encima. Cuando por mero instinto de supervivencia, me agarré a sus piernas para que no me pasara por encima y me clavara en el suelo, me cogió por el pescuezo como a un gato y me lanzó contra una valla. Yo no tengo las habilidades de aterrizaje de un gato, ni sus siete vidas. Mi cabeza se libró del impacto, pero pocos huesos más. Mi fibromialgia me pareció una broma comparada con aquel impacto. Se apagó la luz durante unos segundos. Cuando volvió estaba tirada en el suelo, en el submundo. El mundo por debajo de la cintura. Un mundo oscuro en el que iban cayendo las víctimas de las ostias que repartían en el mundo superior. Había gente pisoteada, que se arrastraban hacia mí, que era una zona un poco más despejada, pero que poco a poco se iba reduciendo.
Entonces, desgraciadamente, vi el cinturón. Pensé que con aquello no iban a hacer daño a nadie más. Me arrastré a gatas, y lo cogí. Se le debía haber caído a algún policía que se bastaba con sus manos y su armadura, porque aún llevaba colgando la porra y la pistola. Retrocedí hasta la valla y apoyándome en ella, me incorporé. Cuando estuve de pie, me di la vuelta y tres de aquellos monstruos me estaban mirando en una especie de posición previa al ataque. Dos de ellos ya no llevaban las pantallas faciales. Estaban rojos, uno de ellos con los ojos inyectados. El otro habló:
―Señora, ¿qué coño está haciendo? Suelte eso…
Faltaban escasos segundos para que volvieran a embestirme. Miré mi mano izquierda sujetando el cinturón por la cartuchera de la pistola. La porra se había caído al suelo. En ese momento me di cuenta de la verdadera situación. Con un arma en la mano, aunque fuera enfundada, podrían hacer conmigo lo que quisieran. Me daba perfecta cuenta de que estábamos en los años setenta y que podía pasar cualquier cosa. Habíamos abandonado la realidad del siglo XXI hacía ya diez minutos. Cuando el que aún llevaba pantalla facial, se disponía a embestirme, tuve la lucidez de lanzar la pistola lejos. El que había hablado la fue a buscar. Los otros dos me cogieron uno de cada brazo, me izaron del suelo y me metieron en uno de aquellos furgones-autocar. El incidente pasó inadvertido a la mayoría del público y los que lo vieron estaban triturados en el suelo, así que estaba sola frente a la maquina represiva policial. Dentro, me sentaron, me cogieron el bolso lo registraron, sacaron la documentación, y se quedaron todos los presentes mirándome como a un terrorista, mientras uno de ellos llamaba para informarse de mí. Aquello me dio cierta esperanza en mi futuro. No me iban a hacer desaparecer automáticamente. Parecía que retornábamos al siglo XXI. Sin darme cuenta, aguanté la respiración hasta que contestaron.
―Está limpia. Echarla fuera. Señora,
no se le ocurra volver a coger una pistola de la policía.
―Solo quería… ―En ese momento me di
cuenta de lo poco que les importaría la explicación y me callé.
Cuando estuve fuera, vi el panorama del colegio, pero aun así respiré y sentí como si hubiera vuelto a nacer.
Relato perteneciente a la propuesta: "Miedos"
El primer relato es el pan nuestro,por desgracia, de muchas mujeres. Has sabido plasmar a la perfección ese miedo, ese saber qué puede suceder con los diferentes pasos que puedan dar. Esa esperanza de una nueva vida, y a la vez la frustración de sentirse tan cobarde por no atreverse a enfrentarle, por pensar que quizás no sean merecedoras de esa nueva vida.
ResponderEliminarFelicitaciones, un gran relato.
En cuanto al segundo, pues un relato de rabiosa actualidad.
Besos, Gabiliante
Dos historias totalmente distintas pero con un denominador común... Cómo nos doblegan o doblegamos ante mentes enfermas.
ResponderEliminarTe felicito.
Mil besitos y feliz día.
Bravo Gaby, los dos tienen conexión a protestar por algo que se cree injusto y lo es. El primero por desgracia está a la orden del dia. Esta lacra la tenemos que ganar siendo valientes y denunciando. El perdón no sirve. La segunda estamos volviendo a años difíciles esperemos que no volvamos a los grises. Un abrazo y muy buenos los dos.
ResponderEliminarLos dos relatos son brutales, a cual mejor. Son como aire fresco que llega. De los grises yo ya tuve mi dosis, por eso :-)
ResponderEliminarUn abrazo
Dos tremendas historias con el denominador común del miedo que acosa y azota.
ResponderEliminarMuy buenos.
Muchisimas gracias , Gine, por esta magnifica convocatoria, por como ilustras (tan supermagnificamente) todos los relatos de todos los participantes, y por como te lo curras todo para que nosotros tengamos el placer de escribir, y por atender tan amablemente a presentar textos raramente (como este que escribe)
ResponderEliminarmuchisimas gracias y esperando el proximo reto
Para mí es un verdadero placer, Gabi. Mi más sincero respeto y admiración por vuestras plumas, por tanto que transmitís, y, por supuesto, por las grandes personas que hay detrás. Así pues, soy yo la que os da las gracias por permitirme teneros aquí, enriqueciéndome mente y alma con todos y cada uno…
EliminarTus palabras me llegan...
Abrazo grande, querido amigo.
Dos relatos distintos totalmente y cada uno tan real como la vida misma, al primero nos estamos acostumbrando con demasiado facilidad y el segundo por desgracia demasiado común también. Mis felicitaciones.
ResponderEliminarUn saludo.