Llevaba varios meses acudiendo periódicamente a mi doctora
del ambulatorio, y gracias a eso nos estábamos conociendo mejor y descubriendo
la química que había entre nosotros. Hasta que un día me atrevía a sugerirle
quedar para tomar un café.
“Este sábado a primera hora de la tarde podría ser”, me dijo
pensativa. “Pero tendría que ser breve, porque después llevaré al cine a mi
sobrina, que se lo he prometido”. Entonces yo le propuse acercarme al barrio de
Legazpi, donde ella vive.
Así lo hicimos. Me saludó con dos besos, algo permitido al
encontrarnos fuera de la consulta médica. Fuimos a una cafetería que había
cerca, y allí charlamos sobre las asignaturas que teníamos que estudiar en
nuestros tiempos, sobre libros y música, sobre el sistema sanitario actual...
En un momento dado miró su reloj y me dijo: “Como aún nos
sobra tiempo, si quieres acompáñame y te enseño mi casa”. Me subieron
bruscamente las palpitaciones. Si ella hubiera tenido a mano el aparato que usa
habitualmente conmigo para medir el ritmo cardiaco, se habría preocupado.
Al entrar en casa se quitó el abrigo que llevaba -pues
aunque era marzo aún hacía frío-, y dejó al descubierto un vestido negro con
escote triangular y sin sostén. Nada que ver con la sobria ropa que llevaba
bajo la bata blanca en la consulta y a la que me tenía acostumbrado.
En su habitación tenía libros de Freud y de Nietzsche,
pensadores absolutamente prohibidos en el colegio religioso donde estudié.
También vi algunos libros de sexualidad, como el Diario Rojo de Carlota, que yo
también lo tenía. Ahí tenemos un caso de que un libro te recomienda a una
persona, aunque mi concepto de la doctora ya era inmejorable de antes.
Como música de fondo puso un recopilatorio de Donna Summer,
que comenzaba por su primer éxito en orden cronológico, ‘love to love you
baby’, una especie de versión americana de ‘je t’aime... moi non plus’. Desde
luego la casa de mi doctora no era un club del Opus, no. Más bien era la casa
del pecado, desde la óptica de los sectores más puritanos.
“Ven, que te voy a enseñar algo”, me dijo. Abrió el cajón de
la mesita y sacó un preservativo. “¡Hay que tenerlo todo previsto! Y hasta las
seis de la tarde, que es cuando tengo que ir a buscar a mi sobrina, hay
tiempo”, me explicó con una sonrisa traviesa.
Sí, decididamente estaba en la casa del pecado. Y confieso
que no me disgustaba del todo la cosa.
Relato perteneciente a la propuesta "De Revista (Pulp-Art)"
Vaya sorpresa con tu doctora, Chema... una casa con una anfitriona que sabe tratar muy bien a sus "pacientes"
ResponderEliminarMe ha encantado la lista de detalles musicales, todo.
Mil besitos que te lleguen y mi felicitación.
Muy bien contado.
ResponderEliminarMe gustó esa dualidad, en esa doctora, con una vida formal que ocultaba a una mujer seductora. Y siendo doctora, estaba preparada.
Que bien contado.