La llegada de la noche en invierno se le antojaba demasiado temprana. Hacía frío, las ventanas viejas estaban empañadas y a su alrededor no había más que polvo en muebles destrozados. Aún quedaban restos de sangre en la madera desgastada del suelo. Un fuerte olor a hierro impregnaba las paredes. El ambiente tosco le llenó los pulmones de una sensación de ansiedad y dolor, impidiendo el paso de aire.
Sus cristales de cuarzo rodeaban un tablero de arce con letras rojas escritas. Y ella encendió cinco velas negras dispuestas en forma de estrella. Sus manos temblaron con el tacto de la punta de flecha en sus dedos. Un temblor azotó su cuerpo, sintió el frío áspero atravesando su piel, introduciéndose en su mente. La punta de flecha se movió en círculos por todo el tablero, los cristales tamborilearon contra el suelo y en un suspiro agarrotado de entre sus labios, las velas se apagaron.
Ya no estaba sola. Sus ojos turbios vieron la figura de una mujer sin media cara. Su cabeza chafada sangraba a borbotones y entre sus piernas colgaban hilos rojos que goteaban contra sus pies descalzos. Judith se mantuvo paralizada sin apartar las manos del tablero. Sus labios temblaban, su piel se había erizado por el miedo, pero la firmeza de su corazón la hizo quedarse en el mismo lugar, a la espera.
Aquel espectro acercó sus manos a las de ella y las movió a su antojo. Judith no hizo más que observar, a través de su trance. Lo que esa mujer asesinada le indicaba era una dirección. Tras aquello, Judith se derrumbó.
El sol del día siguiente le trajo un dolor de cabeza que le martilleó las sienes. Pero no tuvo tiempo, no quería perderlo. Recogió sus cosas y como una misionera en busca de la verdad absoluta, caminó para llegar a la dirección que aun guardaba en su mente.
Al llegar se sorprendió. ¿Un cementerio? Se adentró en él y buscó. Y preguntó al sepulturero. Y fue guiada hasta las tumbas que buscaba. Allí yacía aquella mujer, al lado del que fue su marido, al lado de una pequeña tumba, con una lápida de granito rosa, que fingía ser la de su bebé. Y Judith lloró. Lanzó lágrimas desconsoladas al entender que no había perdón, ni venganza ni consolación. Su asesino estaba muerto. Y aquella mujer vagaría entre la pena y la desolación, sin solución.
Hay historias terribles que nunca terminan y el mundo estaba lleno de finales iguales o parecidos. Historias injustas, desenlaces crueles.
Si no había descanso, era porque todas somos víctimas. Y Judith bien lo sabía…
©Nana Viudes
Relato perteneciente a la propuesta "Entra"
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