(Autora: ©María)
La oscuridad la envolvía, en su interior siempre había
pájaros. Pájaros de esos que te acarician con la punta de las alas y te llevan
lejos, mientras planean deslizándose sobre la brisa. A veces cerraba los ojos y
le parecía sentir la fuerza del viento sobre su cara haciendo volar su cabello
hacia atrás, como un estandarte hondeando orgulloso. Era inocente. Lo más duro,
lo peor de todo, era saber que lo era y a pesar de todo la habían condenado.
Nunca había vivido una situación tan injusta, kafkiana y surrealista, pero no
había lugar para el arrepentimiento, todas sus energías debía usarlas en
sobreponerse y aguantar. Se lo repetía una y otra vez. Aguantar, sobrevivir,
salir. A veces las lágrimas se le amontonaban en la garganta y sentía que se
asfixiaba pero dirigía su mirada hacia aquella pequeña ventana y se iba con la
primera nube que se dibujaba en el cielo para poder respirar. Ese cielo azul
que pocos meses antes disfrutaba sobre la arena de aquellas exóticas playas a
las que había llegado tras interminables horas entre escalas y aeropuertos. En
el último aeropuerto fue donde le conoció. Era la viva imagen de la felicidad.
Piel tostada por el sol, greñas rubias desmadejadas cayéndole como una cascada
sobre aquel torso musculoso y tan brillante, como su sonrisa. Ella, su sonrisa,
fue la que la cautivó. Junto a él había vivido momentos tan deliciosamente
mágicos, que cuando le atenazaba la angustia, corría a acurrucarse en ellos.
Esa era su interminable lucha, no hundirse, no sucumbir, agarrarse a lo que
hiciera falta para que el desánimo no se apoderara de ella. Era una lucha
titánica. En aquel cuartucho era más fácil dejarse morir, que respirar. Le
esperaba su vida al otro lado del mundo. Llevaba dos meses allí. Hacinada junto
a otras diez mujeres a las que no entendía. Olía mal, el sudor, la falta de
higiene y aquella desidia, mezcla de abandono y desesperación las arrastraba,
pero ella se agarraba con uñas y dientes a sus recuerdos. Esos en los que sobre
una tabla de surf volaba sobre la cresta de las olas, para luego correr a
refugiarse entre aquellos poderosos brazos que la esperaban sobre la
blanquísima arena, mientras las palmeras languidecían sobre sus cabezas. Había
sido tan feliz durante los meses que permaneció junto a él, que el día que la
detuvieron en el aeropuerto, justo cuando regresaba, algo implosionó en su
cabeza. No comprendía nada. Aquellos hombrecillos que tras entregar el
pasaporte se abalanzaron sobre ella, comenzaron a gritarle y a deshacer su
equipaje furiosos, mirándola llenos de odio. Ella atónita, sin entender. Pronto
estuvo todo claro, alguien había introducido aquel paquete de polvo blanco que
ella no había visto en su vida, pero ¡cómo defenderse ante la evidencia! Ese
instante aparecía una y otra vez en su mente destruyéndola, pero conseguía
borrarlo volviendo a las noches inmensas llenas de luna y mar brillante junto a
él. Aquel día amaneció especialmente bochornoso. Singapur era humedad, calor y
agonía. Estaba exhausta. De pronto, al otro lado de aquella verja oxidada alguien
la llamó. ¡Prepara tus cosas! parece que las gestiones diplomáticas han surtido
efecto. Estás libre.
©María (El saco de mis pensamientos)
(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés: “Lucha interna/Liberación”)
Siempre he pensado que una puerta en el aeropuerto no da buenas vibraciones, algo terrible se esconde tras de ella.
ResponderEliminarTal vez las pelis tengan algo de culpa,un buen texto .
Saludos.
Me atrajo tu aportación de principio a fin, sobre todo por lo bien que se deslizan las palabras contando esa lucha interna que todos conocemos ante una temática y otra.
ResponderEliminarUn abrazo, María.