(Autora: ©Marifelita)
Ella ingresó en la orden para tener una vida en paz. Vivía en
un convento de clausura aislada del mundo, de todo y de todos. Para no sufrir
injusticias, no rendir cuentas con nadie, no tener que tomar decisiones, ni
equivocadas ni acertadas. Así nadie se aprovecharía de ella, la lastimaría, ni
la cuestionaría.
Se limitaría a seguir las reglas del culto, ser respetuosa
con sus compañeras y encontrar algún sentido a su nueva vida de encierro. Los
días pasaban tranquilos con muchas horas dedicadas a la oración y al trabajo
que aseguraba su sustento. Algunas hermanas tejían mantelerías muy apreciadas
en la zona. Otras más habilidosas con la repostería preparaban deliciosos
dulces de calidad bien reconocida desde hacía varias décadas. La magistral receta
pasaba de unas novicias a otras, con algunas variaciones, pero sin perder una
pizca de la genuina dulzura y sabor de la receta original.
Su vida transcurría sin apenas influencias ni informaciones
exteriores. Ni llamadas a familiares, ni conexión a internet, ni noticiarios ni
periódicos. La madre superiora era la encargada de estar en contacto con el
mundo exterior y ponerlas al día de cualquier información que les pudiera
interesar o afectar.
Y una mañana durante el desayuno, como siempre en el más estricto
silencio, la madre superiora se presentó ante todas y les dio la noticia. El
obispado había decidido, como gesto de apertura a los nuevos tiempos, y con la
necesidad de reducir gastos, destinar sus instalaciones para actividades más
productivas y librar a su orden de la clausura. Serían trasladadas a distintas
órdenes, repartidas por diferentes ciudades del país.
Se le hizo muy extraño, tras casi veinte años interna en el
convento, llamar a su familia para darles la noticia personalmente. Casi no recordaba
como sonaban sus voces, y tampoco sabía cómo recibirían la noticia. No estaba
segura de si sería capaz de reanudar la relación que dejó con su familia tantos
años atrás y de forma totalmente voluntaria.
Lo más impactante para ella fue poner un pie en la calle,
fuera del recinto del convento. Hacer el camino inverso que recorrió tantos
años atrás. Ahora se dirigía hacia la estación de tren con una pequeña mochila
como único equipaje en busca de su nuevo destino. No podía dejar de mirar todo
a su alrededor, a todos los que se cruzaban con ella. Calles llenas de nuevos
negocios, amplias avenidas y bonitos parques que no recordaba.
Al llegar a la estación compró su pasaje con unas monedas que
al entrar en la orden aún no existían. El vagón estaba lleno de gente, no como
aquel solitario domingo en el que ingresó en la orden.
En cada estación iba apeándose y entrando pasajeros nuevos.
En una de ellas subió al vagón una madre acompañada de sus tres niños, que
fueron a sentarse justo en frente de ella. Nada más fijarse en la mujer no pudo
retirar la mirada de ella. Vestida con lo que se conocía como un burka, su
tupida vestimenta solo dejaba visibles un par de ojos brillantes y oscuros.
Supo que se trataba de una mujer porque oyó su suave voz al dirigirse a sus
hijos, su atuendo no dejaba adivinar nada más. Le pareció increíble que en
estos tiempos una mujer llevara en occidente una indumentaria que parecía
extraída del medievo.
Mientras los niños hablaban entre risas y juegos,
despreocupados durante el largo trayecto que compartieron juntos, pensaba en
cómo debía ser el día a día de aquella mujer. Se la imaginó libre entre las
cuatro paredes de su casa, con una vida plácida, como ella en su convento. Pero
nada más pisar la calle, era como una prisionera dentro de los pliegues de su
amplio, oscuro e intrigante vestido. Encerrada entre las palabras de su idioma,
solo compartido con sus hijos y su esposo. Encadenada a su cultura, aun estando
tan lejana a kilómetros de distancia, la sentiría como tatuada en la superficie
y bien grabada hasta lo más profundo de su consciencia.
De pronto sintió una especie de conexión con aquella mujer,
pese a sus diferencias culturales y de culto, que no dudaba eran muchas, pensó
que había un vínculo invisible entre ellas. Nunca podría conocer a fondo las
peculiaridades de la vida de esa mujer, ni saber si sería de su elección, pero
estaba convencida de que compartían sensaciones.
Ella también vivía desde hacía años en un retiro de la
sociedad, escondiendo bajo su hábito sus formas femeninas, encerrada en su
convento, negándose una vida llena de experiencias, conocimientos e intercambio
de opiniones y visiones de las cosas con el resto de la humanidad. ¿Quién era
ella para juzgarla?
Se preguntaba si llegaría un día en el que ni ellas ni
nosotras se escondieran de la vida detrás de sus velos y ropajes, de sus cultos
y creencias, quedando al descubierto sus propios miedos y al mismo tiempo,
también los ajenos.
©Marifelita
(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés: “Descabellado”)
Que linda historia todo un guión de una película, la vida nos manda unos caminos que hay que andarlos para saber cual sera el final . Un besote.
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