ÉRASE UNA VEZ QUE SE ERA...
que la palabra dejó de ser tinta
para ser revoloteo
en la yema de los dedos...

Y las letras fueron hiedras;
frondosas lianas tocando el cielo.
Fueron primavera floreciendo;

... y apareciste tú...
tú,
que ahora nos lees...

Y se enredaron nuestros verbos,
nuestros puntos y comas,
se engarzaron nuestras manos
cincelando sentires y cantos.

Entre líneas surcamos
corazón al mando; timón
de este barco...

©Ginebra Blonde

lunes, 30 de noviembre de 2020

¿Duele?


(Autor: ©Gabiliante)

Hace muchos años, cuando yo era una niña, tuve un amigo. Yo tenía doce años y él catorce. Íbamos juntos al colegio pero ya nos conocíamos de antes porque vivíamos en el mismo bloque. Nuestras madres también eran amigas. Se llamaba Jaime y era muy listo. No sacaba buenas notas pero era porque no quería llamar la atención. También era guapo, alto y tenía los ojos verdes. También era muy fuerte pero nunca se había peleado con nadie en el colegio. No sé por qué recuerdo esas características suyas, ahora para mí eso no tiene demasiada importancia pero a aquella edad eran muy importantes. Sobre todo los ojos. No he vuelto a ver unos ojos como aquellos. Tan limpios, tan brillantes y tan tristes, a lo mejor si los volviera a ver ahora no me causarían esa impresión pero lo que recuerdo es la sensación que me causaban entonces. Con catorce años tenía los dientes perfectos, también tenía nueve dedos en la mano derecha y un defecto físico en la piel por el que no notaba el dolor. Notaba que le tocabas si lo hacías fuerte, de modo que él notara algún desplazamiento. Moverle el brazo al cogerle o algo así. Él se daba perfecta cuenta de que era diferente. No tenía amigos en el colegio. Llegaba justo por la mañana, no salía al recreo, se quedaba en clase mirando por la ventana, excepto cuando llovía, días en que todos se quedaban en clase y él se iba a caminar por los pasillos.

Su madre fue a hablar con todos los profesores que tuvo mientras estuvo en el colegio, pero nada le hizo cambiar. Yo volvía a casa con él todas las tardes y me lo contaba todo, todo lo que le había pasado durante el día. Creo que está pareciendo que yo estaba enamorada de él, pero no es así. Yo simplemente, estaba a gusto a su lado. Los días que no tenía mucho que contar íbamos la mitad del camino sin hablar, sin mirarnos, pero no estábamos en absoluto tensos. Había como una cierta paz estando con él. No me contaba todo lo que le pasaba como una confidencia o como un secreto, me lo contaba porque iba al lado suyo. Si hubiera ido solo, creo que lo habría contado igual. Era como un desahogo.

Todos en el colegio se reían de sus nueve dedos. Siempre llevaba la mano en el bolsillo pero todos sabían cómo era su mano. Incluso yo, cuando la sacaba por algo se la miraba instintivamente. En el fondo yo era como los demás, no me reía de él pero contemplaba el espectáculo. Quiero convencerme de que no, de que yo era diferente de los demás, pero no. El que era diferente era él.

Las chicas eran aún más crueles que los chicos. Comentaban con otros chicos que ellas jamás dejarían que alguien les pusiera encima una mano como aquella, que era repugnante. Cuando comentaban esto lo hacían pasando junto a él para que lo oyera.

Todos sabían que yo era amiga de él y evitaban hablar de él en mi presencia. Yo también me sentía un poco marginada.

Un día volviendo a casa me comentó que había una chica en la clase que ya no se burlaba de él, y que incluso venía a hablar con él cuando estaba solo. Al cabo de tres días me dijo que le había pedido que fuera con él al cine el domingo y que ella había aceptado. Todo iba bien, él estaba muy contento y yo también por él, hasta que me dijo quién era la chica. Yo la conocía y no era de las que cambian de repente pero no le quise quitar la ilusión.

El lunes siguiente, al volver a casa, estaba muy contento pero no me contó nada de lo que había pasado el domingo. No tenía ningún derecho pero me supo muy mal. Al día siguiente a la hora de la salida, me escondí para no volver con él. El viernes en mi clase se comentó que quién se apuntaba para ir al cine el domingo. Nunca se hacían este tipo de convocatorias. A la hora de volver a casa le acompañé y me explicó que este fin de semana iría otra vez al cine con ella. Le pregunté que a qué cine, y era el mismo al que iban a ir todos los de mi clase y supongo que los de las demás. Traté de convencerle de que no fuera. Incluso me puse violenta, pero fue inútil. Me mandó a la mierda.

El lunes siguiente no fue al colegio, el martes tampoco. El martes por la tarde fui a su piso y me dijo su hermana que estaba en el médico, que le pasaba algo raro pero no me dijo qué era lo que le pasaba.

El miércoles fui a su casa y no me querían dejar entrar a verlo. Entonces salió él y me dijo que pasara a su cuarto. De momento no vi nada raro. Cuando entré me senté en la cama y él cogió una silla y se sentó frente a mí. Entonces lo vi. Las lágrimas empezaron a resbalarle por la cara. En la oreja izquierda le había salido otra oreja pequeña, del tamaño de la mitad de la normal, naciendo de la parte alta y exterior de la oreja original, hacia fuera.

No dije nada. Él tampoco. No me contó lo que había pasado el domingo ni yo se lo pregunté a él ni a nadie. Empecé a llorar yo también, sin sollozar, igual que él sólo dejábamos resbalar las lágrimas. Así estuvimos un rato. Cuando terminé de llorar me despedí y me fui.

Estaba claro que nunca volvería al colegio. Pero me equivoqué. No fue durante toda la semana pero el lunes siguiente se presentó en el colegio. Llevaba una gorra que le tapaba las orejas. Los demás, en cuanto vieron aquella gorra, sospecharon que pasaba algo raro.

Al volver a casa con él aquel día apenas habló. No estaba triste, simplemente pensativo. Cuando llegamos a mi puerta nos despedimos, y yo cerré la puerta. Entonces, cuando yo me di la vuelta y dejé ir la puerta para cerrarla, él dijo: “¡Espera!”. Y metió los dedos entre la puerta y el marco, por el lado de las bisagras. Rápidamente abrí del todo la puerta y le cogí la mano. Era la mano normal. Tenía tres uñas a punto de partirse pero no se quejó. No sentía el dolor, ya no me acordaba. Se quedó mirando su propia mano y se fue a su casa.

Al cabo de dos o tres días volví a verlo por el colegio con aquella chica que se había reído de él. Yo estaba segura que le iban a volver a hacer daño. Regresando a casa le dije que aquella chica era mala, pero tampoco hizo caso. Yo no quise insistir, no quería ser pesada, pero debí haberlo sido.

Al día siguiente oí un gran escándalo en el patio del colegio. Yo estaba en el patio de arriba con mis amigas y el escándalo venía del patio de abajo. Nos asomamos y vimos a aquella chica con la gorra en la mano. Él la perseguía pero todos le daban empujones y le escupían de modo que no pudo cogerla. Todos empezaron a pasarse la gorra, de un lado a otro, mareándolo, dándole vueltas, hasta que él cayó al suelo, metió la cabeza entre las rodillas y empezó a llorar.

Yo quise bajar a ayudarlo, de verdad que quise hacerlo, pero no lo hice. Me quedé allí mirando, como los demás, como todos.

Todos empezaron a rodearle y a escupirle, allí de rodillas en el suelo. Todos empezaron a gritarle “monstruo”, todos como en un coro. Y él de rodillas en el suelo, llorando. Y yo arriba, mirando.

A partir de aquél día ya no me contaba nada que no hiciera referencia a los estudios y pude ver que de un día para otro aparecían en sus manos y brazos cortes, heridas, golpes y magulladuras. Le pregunté que a qué era debido aquello y me contestó que daba igual que no le hacían daño. Pensé en el episodio de la puerta y supuse que todas aquellas heridas se las hacía él. Se lo pregunté y no me quiso contestar, me dijo que lo dejara estar, que no le hacían daño.

Al día siguiente, al levantarme de la cama oí un gran alboroto fuera de casa. Abrí la puerta y pude ver un montón de gente frente a la puerta en la que él vivía. Me acerqué y me abrí paso entre la multitud. Ya dentro de su casa vi a mi madre abrazando a la de él que estaba gritando y llorando. Había gente también dentro de la casa y vi a dos guardias urbanos frente a la puerta del baño que impedían a la gente acercarse al mismo, pero yo logré colarme y pude asomarme justo cuando uno de los guardias me cogió. De todos modos lo vi. El guardia que me cogió se quedó parado puesto que al cogerme se dio la vuelta y pudo contemplar de nuevo el espectáculo; eso me dio tiempo de verlo todo perfectamente. Fue como hacer una fotografía. Lo recuerdo todo como si lo estuviera viendo en estos momentos. Podría decir cuántos azulejos tenía el baño, cuántas baldosas tenía el suelo y cuántas gotas de sangre había en cada baldosa. Él estaba en el suelo boca arriba. Había también un taburete sobre el que estaba sentado antes de caerse hacia atrás. El taburete estaba al pie del lavabo y por la situación, él había estado sentado con las manos dentro de la pica. Había un gran charco alrededor de su cabeza y otro alrededor de su mano derecha. En su mano izquierda tenía unas tijeras pequeñas de podar. La pica del lavabo tenía el tapón puesto y estaba llena de sangre y agua; flotando en aquella mezcla estaban los cuatro dedos que le sobraban a su mano derecha. La pequeña orejita estaba debajo del bidé. Estaba desnudo de cintura para abajo. Le estaba saliendo otro pene en la parte interior del muslo izquierdo.

Tenía una especie de sonrisa en los labios. Seguramente era una mueca debida al “rigor mortis” pero yo quiero creer que se debía a que por fin había conseguido sentir, por lo menos un poquito, el dolor. Me refiero al dolor físico.

Después de ver aquello me quedé un poco traumatizada (???? ). Veía aquella escena a todas horas. Me sentía culpable. Aún me siento culpable. En realidad soy culpable. No hice nada, seguramente no podía hacer nada, pero ni siquiera lo intenté. Callé y miré. Ya lo dice el refrán: “El que calla, otorga”.

Pensaba que, al escribir esto, me sentiría más aliviada pero no es así. Sigo siendo tan culpable como el primer día. Me da vergüenza pertenecer al género humano. Los niños son cruelmente sinceros. Los adultos sólo nos reprimimos lo que los niños hacen. Llevo la culpa desde hace veintitrés años y eso de que el tiempo lo cura todo es mentira. Me sigue doliendo haber sido como fui y como soy ahora. Hay días que empiezo a pensar en aquello y me atormento durante dos o tres días, como para castigarme, porque sé que lo único que hago es martirizarme y no saco nada positivo de ello. Pero, bueno, ya lo dice el refrán: “El dolor, si no te mata, te hace más fuerte”. Si no te mata.

©Gabiliante

Relato perteneciente a la propuesta: "Dolor(Es)"


5 comentarios:

  1. Inquietante, durísimo, de lo más original. Un caso onírico que genera bullying y muerte. Realimenta bueno

    Un abrazo a ambos

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  2. Desgarrador, me ha impactado tu relato. Te felicito.

    Mil besitos y feliz diciembre.

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  3. Muy bueno, impactante, y un gran monólogo.

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  4. Que angustia he podido pasar. No se acaba nunca el mal que le acechaba al pobre chico. No hay peor dolor que el que te causa las personas y más a una determinada edad. Un abrazo

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  5. ¡Muy fuerte! Tremendo relato.

    Saludos.

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Gracias por tu visita y tu compañía... ©Gin

Gracias por tu visita y tu compañía... ©Gin