(Autor: ©Gabiliante)
Hace muchos años, cuando yo era una niña, tuve un amigo. Yo
tenía doce años y él catorce. Íbamos juntos al colegio pero ya nos conocíamos
de antes porque vivíamos en el mismo bloque. Nuestras madres también eran
amigas. Se llamaba Jaime y era muy listo. No sacaba buenas notas pero era
porque no quería llamar la atención. También era guapo, alto y tenía los ojos
verdes. También era muy fuerte pero nunca se había peleado con nadie en el
colegio. No sé por qué recuerdo esas características suyas, ahora para mí eso
no tiene demasiada importancia pero a aquella edad eran muy importantes. Sobre todo
los ojos. No he vuelto a ver unos ojos como aquellos. Tan limpios, tan
brillantes y tan tristes, a lo mejor si los volviera a ver ahora no me
causarían esa impresión pero lo que recuerdo es la sensación que me causaban
entonces. Con catorce años tenía los dientes perfectos, también tenía nueve dedos
en la mano derecha y un defecto físico en la piel por el que no notaba el
dolor. Notaba que le tocabas si lo hacías fuerte, de modo que él notara algún
desplazamiento. Moverle el brazo al cogerle o algo así. Él se daba perfecta
cuenta de que era diferente. No tenía amigos en el colegio. Llegaba justo por
la mañana, no salía al recreo, se quedaba en clase mirando por la ventana,
excepto cuando llovía, días en que todos se quedaban en clase y él se iba a caminar
por los pasillos.
Su madre fue a hablar con todos los profesores que tuvo
mientras estuvo en el colegio, pero nada le hizo cambiar. Yo volvía a casa con
él todas las tardes y me lo contaba todo, todo lo que le había pasado durante
el día. Creo que está pareciendo que yo estaba enamorada de él, pero no es así.
Yo simplemente, estaba a gusto a su lado. Los días que no tenía mucho que
contar íbamos la mitad del camino sin hablar, sin mirarnos, pero no estábamos
en absoluto tensos. Había como una cierta paz estando con él. No me contaba
todo lo que le pasaba como una confidencia o como un secreto, me lo contaba
porque iba al lado suyo. Si hubiera ido solo, creo que lo habría contado igual.
Era como un desahogo.
Todos en el colegio se reían de sus nueve dedos. Siempre
llevaba la mano en el bolsillo pero todos sabían cómo era su mano. Incluso yo,
cuando la sacaba por algo se la miraba instintivamente. En el fondo yo era como
los demás, no me reía de él pero contemplaba el espectáculo. Quiero convencerme
de que no, de que yo era diferente de los demás, pero no. El que era diferente
era él.
Las chicas eran aún más crueles que los chicos. Comentaban
con otros chicos que ellas jamás dejarían que alguien les pusiera encima una
mano como aquella, que era repugnante. Cuando comentaban esto lo hacían pasando
junto a él para que lo oyera.
Todos sabían que yo era amiga de él y evitaban hablar de él
en mi presencia. Yo también me sentía un poco marginada.
Un día volviendo a casa me comentó que había una chica en la
clase que ya no se burlaba de él, y que incluso venía a hablar con él cuando
estaba solo. Al cabo de tres días me dijo que le había pedido que fuera con él
al cine el domingo y que ella había aceptado. Todo iba bien, él estaba muy
contento y yo también por él, hasta que me dijo quién era la chica. Yo la
conocía y no era de las que cambian de repente pero no le quise quitar la
ilusión.
El lunes siguiente, al volver a casa, estaba muy contento
pero no me contó nada de lo que había pasado el domingo. No tenía ningún
derecho pero me supo muy mal. Al día siguiente a la hora de la salida, me
escondí para no volver con él. El viernes en mi clase se comentó que quién se
apuntaba para ir al cine el domingo. Nunca se hacían este tipo de
convocatorias. A la hora de volver a casa le acompañé y me explicó que este fin
de semana iría otra vez al cine con ella. Le pregunté que a qué cine, y era el
mismo al que iban a ir todos los de mi clase y supongo que los de las demás.
Traté de convencerle de que no fuera. Incluso me puse violenta, pero fue inútil.
Me mandó a la mierda.
El lunes siguiente no fue al colegio, el martes tampoco. El
martes por la tarde fui a su piso y me dijo su hermana que estaba en el médico,
que le pasaba algo raro pero no me dijo qué era lo que le pasaba.
El miércoles fui a su casa y no me querían dejar entrar a
verlo. Entonces salió él y me dijo que pasara a su cuarto. De momento no vi
nada raro. Cuando entré me senté en la cama y él cogió una silla y se sentó
frente a mí. Entonces lo vi. Las lágrimas empezaron a resbalarle por la cara.
En la oreja izquierda le había salido otra oreja pequeña, del tamaño de la
mitad de la normal, naciendo de la parte alta y exterior de la oreja original,
hacia fuera.
No dije nada. Él tampoco. No me contó lo que había pasado el
domingo ni yo se lo pregunté a él ni a nadie. Empecé a llorar yo también, sin
sollozar, igual que él sólo dejábamos resbalar las lágrimas. Así estuvimos un
rato. Cuando terminé de llorar me despedí y me fui.
Estaba claro que nunca volvería al colegio. Pero me
equivoqué. No fue durante toda la semana pero el lunes siguiente se presentó en
el colegio. Llevaba una gorra que le tapaba las orejas. Los demás, en cuanto vieron
aquella gorra, sospecharon que pasaba algo raro.
Al volver a casa con él aquel día apenas habló. No estaba
triste, simplemente pensativo. Cuando llegamos a mi puerta nos despedimos, y yo
cerré la puerta. Entonces, cuando yo me di la vuelta y dejé ir la puerta para
cerrarla, él dijo: “¡Espera!”. Y metió los dedos entre la puerta y el marco,
por el lado de las bisagras. Rápidamente abrí del todo la puerta y le cogí la
mano. Era la mano normal. Tenía tres uñas a punto de partirse pero no se quejó.
No sentía el dolor, ya no me acordaba. Se quedó mirando su propia mano y se fue
a su casa.
Al cabo de dos o tres días volví a verlo por el colegio con
aquella chica que se había reído de él. Yo estaba segura que le iban a volver a
hacer daño. Regresando a casa le dije que aquella chica era mala, pero tampoco
hizo caso. Yo no quise insistir, no quería ser pesada, pero debí haberlo sido.
Al día siguiente oí un gran escándalo en el patio del
colegio. Yo estaba en el patio de arriba con mis amigas y el escándalo venía
del patio de abajo. Nos asomamos y vimos a aquella chica con la gorra en la
mano. Él la perseguía pero todos le daban empujones y le escupían de modo que
no pudo cogerla. Todos empezaron a pasarse la gorra, de un lado a otro,
mareándolo, dándole vueltas, hasta que él cayó al suelo, metió la cabeza entre
las rodillas y empezó a llorar.
Yo quise bajar a ayudarlo, de verdad que quise hacerlo, pero
no lo hice. Me quedé allí mirando, como los demás, como todos.
Todos empezaron a rodearle y a escupirle, allí de rodillas en
el suelo. Todos empezaron a gritarle “monstruo”, todos como en un coro. Y él de
rodillas en el suelo, llorando. Y yo arriba, mirando.
A partir de aquél día ya no me contaba nada que no hiciera
referencia a los estudios y pude ver que de un día para otro aparecían en sus
manos y brazos cortes, heridas, golpes y magulladuras. Le pregunté que a qué
era debido aquello y me contestó que daba igual que no le hacían daño. Pensé en
el episodio de la puerta y supuse que todas aquellas heridas se las hacía él.
Se lo pregunté y no me quiso contestar, me dijo que lo dejara estar, que no le
hacían daño.
Al día siguiente, al levantarme de la cama oí un gran
alboroto fuera de casa. Abrí la puerta y pude ver un montón de gente frente a
la puerta en la que él vivía. Me acerqué y me abrí paso entre la multitud. Ya
dentro de su casa vi a mi madre abrazando a la de él que estaba gritando y
llorando. Había gente también dentro de la casa y vi a dos guardias urbanos
frente a la puerta del baño que impedían a la gente acercarse al mismo, pero yo
logré colarme y pude asomarme justo cuando uno de los guardias me cogió. De todos
modos lo vi. El guardia que me cogió se quedó parado puesto que al cogerme se dio
la vuelta y pudo contemplar de nuevo el espectáculo; eso me dio tiempo de verlo
todo perfectamente. Fue como hacer una fotografía. Lo recuerdo todo como si lo estuviera
viendo en estos momentos. Podría decir cuántos azulejos tenía el baño, cuántas
baldosas tenía el suelo y cuántas gotas de sangre había en cada baldosa. Él
estaba en el suelo boca arriba. Había también un taburete sobre el que estaba
sentado antes de caerse hacia atrás. El taburete estaba al pie del lavabo y por
la situación, él había estado sentado con las manos dentro de la pica. Había un
gran charco alrededor de su cabeza y otro alrededor de su mano derecha. En su
mano izquierda tenía unas tijeras pequeñas de podar. La pica del lavabo tenía
el tapón puesto y estaba llena de sangre y agua; flotando en aquella mezcla
estaban los cuatro dedos que le sobraban a su mano derecha. La pequeña orejita
estaba debajo del bidé. Estaba desnudo de cintura para abajo. Le estaba
saliendo otro pene en la parte interior del muslo izquierdo.
Tenía una especie de sonrisa en los labios. Seguramente era
una mueca debida al “rigor mortis” pero yo quiero creer que se debía a que por
fin había conseguido sentir, por lo menos un poquito, el dolor. Me refiero al
dolor físico.
Después de ver aquello me quedé un poco traumatizada (???? ).
Veía aquella escena a todas horas. Me sentía culpable. Aún me siento culpable.
En realidad soy culpable. No hice nada, seguramente no podía hacer nada, pero
ni siquiera lo intenté. Callé y miré. Ya lo dice el refrán: “El que calla,
otorga”.
Pensaba que, al escribir esto, me sentiría más aliviada pero no es así. Sigo siendo tan culpable como el primer día. Me da vergüenza pertenecer al género humano. Los niños son cruelmente sinceros. Los adultos sólo nos reprimimos lo que los niños hacen. Llevo la culpa desde hace veintitrés años y eso de que el tiempo lo cura todo es mentira. Me sigue doliendo haber sido como fui y como soy ahora. Hay días que empiezo a pensar en aquello y me atormento durante dos o tres días, como para castigarme, porque sé que lo único que hago es martirizarme y no saco nada positivo de ello. Pero, bueno, ya lo dice el refrán: “El dolor, si no te mata, te hace más fuerte”. Si no te mata.
Relato perteneciente a la propuesta: "Dolor(Es)"
Inquietante, durísimo, de lo más original. Un caso onírico que genera bullying y muerte. Realimenta bueno
ResponderEliminarUn abrazo a ambos
Desgarrador, me ha impactado tu relato. Te felicito.
ResponderEliminarMil besitos y feliz diciembre.
Muy bueno, impactante, y un gran monólogo.
ResponderEliminarQue angustia he podido pasar. No se acaba nunca el mal que le acechaba al pobre chico. No hay peor dolor que el que te causa las personas y más a una determinada edad. Un abrazo
ResponderEliminar¡Muy fuerte! Tremendo relato.
ResponderEliminarSaludos.