Leonor se miraba en el espejo, entre el juego curioso de los
reflejos del sol y la altura de sus tacones rojos como el carmín de la línea de
su boca. No dejaba de seducirse a sí misma. Aun siendo mujer de carnes blandas,
bajo las transparencias de su camisón podía percibirse aún la voluptuosidad de
sus pechos, y las amplias aureolas abarcaban la erección de unos pezones
desvirgados tantas veces como días tenía su vida. Los tomó en sus manos, los
junto y los elevó mostrándose exuberante, coqueta, provocativa...
Descendió por la cintura, no tan delineada como antaño,
llegando a las caderas. Se contoneó y subió la prenda dejando al descubierto un
monte de Venus que era más bien un triángulo de las Bermudas. Cuántos hombres
habrían naufragado en aquellas aguas. Pero ya hacía tiempo que nadie se perdía
entre sus piernas con aquellos vigores que la hacían gemir como hembra
desbocada. Seguía siento amante del placer... y su mejor cómplice, dueña de los
mayores secretos y reina de las perversiones de aquellos hombres que habían
rendido las repletas carteras a sus pies.
Ya no era la ingenua y delicada avecilla venida del sur, la
de alas níveas pero no había otra con su elegancia, con la candidez y
delicadeza de aquellos gestos que la hacían tan deseada, tan única. No era la
joven cardelina que todos querían tener en su jaula. Y si alguna vez pensaron
que comía de sus manos, jamás dio un bocado sin más.
Llamaron a la puerta de su dormitorio. Se pasó la bata tipo
quimono, se atusó el pelo y apretó sus labios en un vaivén sensual para fijar
el pintalabios. Abrió la puerta. Su nombre continuaba en ella aunque ahora
vivía en la planta más alta de aquella casa, ahí donde los clientes no tenían
acceso. La inferior era para los pájaros que aprendían a volar o para aquellos
que tenían algo más de vuelo pero nadie mejor que ella para enseñar a planear.
Ahí estaba él, su cliente de siempre, el que la alzó en el
primer vuelo, el que no había dejado de acogerla entre sus brazos como quien
acoge a un pajarillo caído del nido. Sus canas desvelaban que tampoco era el de
entonces. Aún así, seguía siendo un caballero que se quitaba el sombrero ante
ella y le dejaba, como siempre, una suculenta propina. Era un rito y como tal
lo respetaban. Aunque ahora el sexo quedaba en un segundo lugar, continuaban
disfrutándose. Permanecían abrazados durante horas mientras ella le cantaba
aquellas canciones de siempre con las que le atravesaba el alma y lograba que
sus ojos se humedecieran. Tomaban té. Ella lo preparaba con un exquisito ritual
bajo la atenta mirada masculina. Charlaban durante horas mientras los
cigarrillos se consumían entre los dedos. Él la escuchaba hasta en sus
silencios e, incluso, pasaban noches enteras envueltos en una densa caricia
mitad pecado, mitad amor que no tenía precio.
Para él, Leonor seguía siendo su dulce cardelina. Y ella
continuaba posándose sobre sus ramas.
Relato perteneciente a la propuesta "De Revista (Pulp-Art)"
Un relato con una enorme ternura, el pasar de lo años no deja inmune al corazón aunque el cuerpo ya no represente la llave del deseo, siempre se acaba salvaguardando lo que prima en una relación, sea del tipo que sea.
ResponderEliminarMe ha encantado, Mag.
MIl besitos que te lleguen y mi felicitación ♥
Un relato que nos dice que no solo la casa del pecado es un antro de sexo sino de saber como complacer al cliente ..en este caso Leonor era algo más que sexo , era su cómplice en esas horas que duraba la cita para él su enigma y su salvación.
ResponderEliminarFelicitaciones y un abrazo.
Alguien la sigue encontrando deseable y tentadora.
ResponderEliminarOriginal planteo.
Besos.