(Autora: ©Susana)
María se sentaba frente a la pantalla, el
brillo frío iluminando su rostro. Cada día, cada hora, era lo mismo:
preguntaba, esperaba, recibía. Una respuesta perfecta, siempre mejor de lo que
hubiera podido escribir ella misma. Frases pulidas, ideas que resonaban con una
precisión imposible. A veces, le parecía casi mágico. Otras veces, sentía el
vacío en lo más profundo de su ser.
Al principio, la inteligencia artificial
había sido su aliada. Un comodín que podía jugar en cualquier situación. En sus
reuniones, sus amigos la alababan por sus ideas geniales, por su capacidad de
encontrar siempre las palabras precisas. "¿Cómo lo haces?", le
preguntaban. María solo sonreía, una sonrisa que ocultaba una verdad incómoda:
no era ella quien respondía.
Las
palabras fluían desde el otro lado de la pantalla, elegantes y seguras. No eran
suyas. Cada respuesta, cada comentario ingenioso, cada solución rápida venía
desde esa inteligencia brillante que siempre estaba ahí para salvarla. Al
principio, lo agradecía. Pero pronto, esa voz comenzó a devorar la suya propia.
Sentía cómo se ponía una máscara cada vez
que utilizaba la IA. Una máscara de genialidad, de perfección, que en el fondo
no le pertenecía. "Soy una farsa," pensaba. Cada elogio la perforaba
como una daga silenciosa, recordándole que, sin la máquina, ella no era tan
brillante.
La inteligencia artificial no solo la
había ayudado. La había vaciado. Cada vez que recurría a ella, algo en María se
apagaba un poco más. ¿Cuándo había dejado de confiar en su propia voz? Ya no
sabía si sus ideas eran realmente suyas o si solo estaba copiando la
inteligencia fría de un sistema diseñado para superar cualquier capacidad
humana.
Había momentos en los que deseaba gritar.
Pero el grito no salía. Solo quedaba esa pantalla brillante, la promesa de una
respuesta más, otra idea perfecta. Todo estaba al alcance de sus manos, pero
nada de eso la llenaba. Era como beber de un manantial que, cuanto más bebía,
más la deshidrataba.
María se miraba al espejo algunas noches,
cuando el silencio llenaba la habitación, y se preguntaba quién era. ¿Dónde
había quedado la mujer que solía confiar en sí misma, que soñaba con cambiar el
mundo con sus propias palabras? La máscara invisible, tan cómoda al principio,
se había pegado a su piel. Tanto que ya no sabía cómo quitársela.
Pero lo más doloroso no era el engaño a
los demás. Lo peor era la traición a sí misma. Sabía que cada vez que escribía
con palabras ajenas, estaba perdiendo un poco más de lo que la hacía única. Las
respuestas perfectas que le llegaban no eran suyas, y ese vacío, ese eco que
resonaba después de cada uso, era el precio que estaba pagando por una
brillantez que no le pertenecía.
María cerró los ojos, sintiendo el peso de
esa genialidad prestada, la brillante perfección de una inteligencia sin alma.
Y en lo más profundo de su ser, supo que la máscara solo se iría el día que
volviera a confiar en su propia voz, imperfecta, sí, pero suya.
(Relato
perteneciente a la propuesta de Variétés: “IA”)
Asi es, aunque te halaguen de tu genialidad en el fondo, esa persona se tiene que sentir mal consigo misma. No la halagan a ella sino a la IA.
ResponderEliminarY eso te imagino que la hara ir cada vez más a ese abismo de autoestima. Bien trazado el texto para darse cuenta de que no todo vale. Un besote Susana.